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BRET EASTON ELLIS
América como pesadilla

A mediados, del pasado mes de marzo «aterrizó» brevemente en Madrid Bret Easton Ellis, cumpliendo así la escala española de su gira mundial para presentar su última novela, Glamourama, traducida recientemente al castellano. Gran ÒgurúÓ de los jóvenes literatos radicales de medio mundo, Ellis, con apenas 36 años (nació en Los Angeles en 1964) y 5 novelas publicadas, se ha convertido ya, por derecho propio, en el nuevo Òenfant terribleÓ de la vigorosa narrativa norteamericana contemporánea. Poco apreciado por la crítica de su país, Òque no digiere ­dice Ellis­ mi visión del sexo y de la violenciaÓ, es ­dejando de lado a los ÒproductoresÓ de best-sellers­ uno de los autores más leídos del momento. Bret Easton Ellis entró como un ciclón en el mundo literario de Estados Unidos cuando, en 1985, con apenas veinte años, publicó Menos que cero, un relato que rompía moldes, obtuvo una enorme resonancia entre los jóvenes y fue considerada entonces como El guardián entre el centeno de los años 80. Pero la verdadera conmoción llegaría seis años después, en 1991 con la publicación de American Psycho una auténtica Òbomba de neutronesÓ literaria que impactó de lleno en el público ­lleva vendidos casi un millón de ejemplares sólo en Estados Unidos­, soliviantó a la crítica y le supuso recibir cientos de amenazas ­incluso de muerte­, lo que le obligó a llevar guardaespaldas durante una época. Las razones de esta íntima unión de éxito y polémica de triunfo y escándalo están tanto en los temas como en el estilo provocativo y directo de su literatura. Ellis agarra uno de esos sectores privilegiados que ha creado el multiforme capitalismo salvaje y avasallador de Estados Unidos y le hunde el cuchillo sin piedad. Lo que aparece nos desconcierta, primero, para luego hundirnos en la náusea. En Menos que cero (título extraído de una cínica y amarga canción de Elvis Costello), Ellis se adentra en el universo de los hijos de los multimillonarios productores, magnates y directores de Hollywood, una casta de punkies dorados, que viven en lujosas villas con piscinas y jacuzzis, tienen todos su Porsche o su BMW, su dealer particular y nada que hacer salvo ir de fiesta en fiesta, de raya de coca en raya de coca, de club en club, de una copa a otra. Con estilo glacial y directo, exento no ya de moralina sino de cualquier género de consideración moral, Ellis nos va sumergiendo, cada vez con más fuerza, en ese universo de existencias vacías, vidas sin norte ni sentido, carentes de todo afecto y sentimiento de calor, consumidas en una vorágine que es como una espiral que se empuja a si misma, alimentada por la droga, los estupefacientes, la indiferencia moral, sin obviar las aristas más duras e hirientes de esa pendiente sin final: los ténebres submundos de la prostitución masculina, la violencia sexual, las Òsnuff moviesÓ... un retrato desolador de vidas sin fondo ni conciencia atrapadas en un infierno (con apariencia de paraíso) sin salida. Lo tienen todo pero, en realidad, ese todo es menos que nada, Òmenos que ceroÓ, un vacío absoluto. Con American Psycho, Ellis da un salto de costa a costa. Esta vez nos enfrenta al mundo de los ejecutivos de Wall Street en Nueva York, los ÒyuppisÓ de Reagan, increíblemente jóvenes, fabulosamente millonarios con apartamentos ultramodernos, vestidos siempre con ropa de marca cara, cuerpos perfectos cultivados en los gimnasios y asiduos del último restaurante de moda. Ellis utiliza la figura del psicópata Pat Bateman para ilustrar con una intensidad cercana al delirio la ideología, la conducta, las actitudes y tendencias fundamentales de ese núcleo parasitario de adoradores del dólar. El retrato es tan inquietante que la lectura se transfoma en la vivencia de una pesadilla. Bateman es la ilustración monstruosa de la idea de que el dinero y el poder otorgan una superioridad desde la que se gana la impunidad para asesinar para torturar y para violar... a Òlos seres genéticamente inferioresÓ, mendigos, negros, prostitutas, homosexuales. Pero aún más atroz que esta pavorosa visión de Òhienas sedientas de sangre Ó es el clima general de indiferencia moral, de autismo afectivo, el vacío de valores que hacen que este psicópata sea indiscernible de cualquier otro personaje de su círculo, que pueda asesinar a alguien y a continuación sentarse a la mesa con sus colegas y continuar charlando tranquilamente, sin que nadie se vea afectado, sobre qué sienta mejor con un chaleco a rayas a lo buena que está la camarera. En este círculo aúreo, consagrado por el dinero, nada es realmente valioso fuera de los cánones de su propio estereotipo: no saber conjuntar las prendas de vestir, no salir con la chica perfecta, no tener acceso al restaurante más caro, no tener el último equipo de música es algo absolutamente intolerable, algo que desagrada a primera vista, pero acuchillar a un mendigo o destripar a una prostituta... algo Òa lo que se tiene derechoÓ y se acepta con ÒnormalidadÓ. Una visión tan descarnada, salvaje e inquietante, una denuncia tan radical, pocas veces se había producido en la literatura americana... si acaso, en versiones mucho más ÒlightÓ como La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. En Glamourama, su última novela, Ellis se adentra en otra de esas categorías selectas y privilegiadas del mundo actual: el muindo de la moda. La vida del promiscuo y vanidoso modelo que protagoniza Glamourama cambia el día que se ve obligado a viajar a Inglaterra en busca de una antigua novia. Allí descubre que tras la pantalla de la moda se oculta una organización terrorista que se dedica a matar modelos. ÒEl vínculo que encuentro entre la belleza y el terrorismo ­dijo Ellis en Madrid­ es que ambos oprimen a la gente: el terrorismo funciona a base de meternos miedo en el cuerpo y la moda nos aterroriza con la idea de que hay que ser joven y delgadoÓ. Así, fragmento a fragmento, libro a libro, Ellis va componiendo una imagen de Estados Unidos no sólo alejada de los tópicos con que intentan vendérnosla como la nueva "tierra prometida", sino más bien como una "representación del infierno".

El viento que agita la cebada
Ken Loach contra el imperio británico

Ken Loach es uno de los cineastas europeos más asiduos al recurso de temas históricos, no con el objeto de la recreación de la Historia en sí, sino para la elaboración y despliegue de un pensamiento político que aspira a insertarse en una “izquierda revolucionaria” que en Europa ya no existe prácticamente.

Esta frustrante realidad hace que sus films queden sobrevolando en un ambiguo terrero intermedio entre la mera reconstrucción histórica de hechos revolucionarios del pasado (como la guerra civil española en Tierra y libertad) y la proclamación de una “teoría política” que, pese a ser “justa”, acaba siempre derrotada y maltrecha en la práctica. Eso ocurre también aquí, en El viento que agita la cebada, la película que sorprendentemente ganó la Palma de Oro del último festival de Cannes, y en la que Loach confronta, por un lado, el proceso de lucha por la independencia de Irlanda frente a un Imprerio británico que recurre a todo tipo de atrocidades para mantener su dominio, y, por otro, el debate interno en el seno de los nacionalistas irlandeses para dilucidar cuáles son los verdaderos objetivos de la lucha y la –para Loach– inextricable relación entre la lucha por la independencia nacional y la lucha por la emancipación de los trabajadores. La defensa de esta idea es la que lleva al protagonista de la película, a Damian (un joven médico irlandés que aspira a trabajar en un hospital de Londres pero al que las atrocidades de los soldados británicos empujan a tomar las armas e involucrarse en la lucha), a un trágico final, no a manos de los ocupantes ingleses sino de su propio hermano irlandés.

Es este imprevisto giro final el que “descoloca” a buena parte del público, que hasta entonces creía asistir a una historia prácticamente lineal, en la que se le contaba con secuencias previsibles la toma de conciencia y el paso a la acción de un grupo de irlandeses ante la brutalidad y la opresión del Imperio británico. De hecho es esa “película lineal” la que tanto ha molestado en ciertos medios de Gran Bretaña por la forma descarnada en que se denuncia la brutalidad de la ocupación. Y también es esa “película lineal” la que probablemente fue premiada en Cannes, donde resultó (políticamente) muy del agrado de los anfitriones semejante exhibición de barbarie de su rival político en Europa (como si Francia no hubiese cometido iguales o peores atrocidades en sus dominios coloniales).

Pero Ken Loach no aspiraba simplemente a dar una bofetada a Tony Blair en la siempre dolorida mejilla irlandesa, ni tampoco recordarnos solamente que el imperialismo –de ayer y de hoy– es sinónimo de crímenes, horror y barbarie. También ha querido dejar muy claro que, desde su perspectiva, la lucha antiimperialista sólo conducirá a buen fin cuando sea también una lucha por la emancipación de los trabajadores.

Cierto que este mensaje, en una Europa que parece haber enterrado bajo siete losas todo sueño revolucionario, parece un poco extemporáneo. Pero Loach hace cine para decir por qué él sí cree en él.